El proceso de madurar implica aprender a hacernos responsables de nosotros mismos y dejar de culpar al otro de nuestras desgracias. Ser responsables, no solamente en el sentido de ser capaces de “funcionar” en el mundo (en el trabajo, con los demás, en la familia), sino también en dejar de sentir que somos “víctimas” o simples “títeres” de cosas que pasan fueran de nosotros y que nos afectan y hacen que nuestra vida sea como es.
A lo mejor, algunas personas escuchan más que otras la frase “deja de culpar siempre a los demás y responsabilízate de tu vida”. Esta frase normalmente nos la dicen cuando, por ejemplo, descubrimos que alguien muy cercano ha hecho algo, que nos ha afectado mucho personalmente, hasta el punto de sentir una puñalada en el corazón o algo por el estilo.
Es entonces cuando acuden a nuestra mente de manera repetitiva pensamientos en forma de bucle del tipo: “¿por qué siempre me pasa esto a mí?, ¿porqué no tengo suerte?, ¿por qué me tuvo que hacer esto?, ¿por qué…?”. Y, quizás, buscando consuelo luego, acudamos en la ayuda de alguien que ponga respuesta a estas preguntas que nos torturan. Y si ese alguien resulta que, además de quererte mucho, tiene un poco de capacidad de empatizar contigo, pero no dejarse arrastrar por tu alarde de victimismo, prefiere interrumpirte, y darte un cachetón virtual diciéndote: “¡Ya está bien de culpar al mundo de tu sufrimiento, responsabilízate de tu vida!”.
Y dependiendo justamente de nuestro nivel de inconsciencia e irresponsabilidad, sentiremos esa frase como un ataque infame, injusto, un golpe bajo dado en el peor momento. Y nos iremos corriendo a casa de nuestra madre, a quejarnos de lo injusto que es todo y a que nos den la razón como a los tontos.
Culpar al mundo de tu desdicha no te hará sentir mejor jamás
¿Cómo es posible? ¿No existen las víctimas, las personas inocentes que se ven superadas por la maldad o la inconsciencia de los demás? La verdad es que sí existen. Las víctimas salen todos los días en los periódicos y las escuchamos quejarse entre nuestras amistades, por televisión, por teléfono y hasta por las redes sociales.
Quizás es legítimo pensar que esa persona en cuestión no debió hacerte lo que te hizo, y menos de la forma en la que lo hizo, a las espaldas o cómo fuera. Debemos asumir que no es lo mismo la acción de la otra persona y por qué lo hace, que cómo nos afecta qué lo haga.
Y es aquí, cuando casi todos los mortales seguimos equivocándonos al pensar que sí lo es. Digerir como propio lo que te hace sentir el otro, es asumir que te estás responsabilizando de lo que sientes tú y no de lo que hace el otro, ya que esa es harina de otro costal.
¿Somos del todo inocentes de que la otra persona te hiciera tal cosa?, ¿por qué no nos habíamos dado cuenta antes que esa persona era de otra manera?, ¿acaso es culpa de ella? ¿o a quién le afecta en realidad?
Lo cierto es que nos afecta, porque después de haber construido un mundo de fantasía, resulta que no nos tomamos la molestia de salir de nuestra imaginación, ego o lo que fuera y percatarnos que estábamos equivocados con respecto a esta persona?
¿De quién es la responsabilidad entonces?
El proceso de responsabilizarnos de nosotros mismos implica que somos nosotros quienes escogemos lo que nos pasa. Nosotros decidimos qué cosas toleramos o no toleramos. Nosotros decidimos por quién sufrimos o no sufrimos.
Y, si bien es verdad que hay circunstancias trágicas como la muerte de familiares o situaciones que escapan totalmente de nuestro control y responsabilidad, hay otras muchas, seguramente la mayoría, en donde únicamente somos nosotros y nuestras decisiones, quienes nos llevan a estar felices o sentirnos frustrados. Pero verlo no es fácil y es mucho más simple seguir proyectando en el otro nuestra desgracia interna y culpar a diestro y siniestro.
De hecho, incluso eso, decidir si estar feliz o estar frustrado por cosas sobre las que no tenemos ningún control, es también una de las decisiones que tomamos y de las que debemos responsabilizarnos.
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